Para entender lo que está pasando políticamente en toda América Latina, no hay más que mirar la historia de Estados Unidos. A pesar de su estatus como la democracia más antigua del mundo, a Estados Unidos le tomó siglos cumplir con los principios de igualdad y libertad consagrados en sus documentos fundacionales. De hecho, la creencia de que Estados Unidos era en realidad una democracia formal existía incluso cuando el sufragio estaba reservado para hombres ricos y blancos, mientras los afroamericanos fueron esclavizados durante un siglo y sometidos a brutal racismo y segregación otro siglo, después de su emancipación.
Nos encontramos ante una paradoja similar en América Latina hoy. Cuando las élites de América Latina –incluyendo sus medios de propiedad corporativa– hablan de libertad e igualdad, solo hablan para sí mismos. Al igual que los padres fundadores de Estados Unidos que predicaban la igualdad, pero eran dueños de esclavos, las élites latinoamericanas han dejado fuera grandes partes de la población, perjudicándolas, dejándolas descontentas y marginadas. En muchas de nuestras nacientes democracias, los derechos “fundamentales” son la provincia de los poderosos.
Las definiciones de libertad y justicia varían según la perspectiva que uno tenga, y para las 164 millones de personas en América Latina que viven en la pobreza –y los 68 millones que continúan en la pobreza extrema– no hay justicia ni libertad ni verdadera democracia. Esta pobreza no es el resultado de la falta de recursos, sino de la desigualdad generada a partir de una estructura de poder perversa en la que históricamente algunos pocos dominan a la mayoría. Esta estructura ha permitido al 20% más rico obtener el 47% del total de ingresos en América Latina, mientras que el 20% solo obtiene un 5%, según estadísticas de las Naciones Unidas.
Durante los siete años que he gobernado a Ecuador, mi partido ha liderado el movimiento para acabar con esta paradoja al romper el monopolio de las élites y de la democratización de nuestro proceso político para que sea realmente por y para el pueblo. Hemos invertido nuestros recursos inteligentemente y para la mayoría de nuestro pueblo, especialmente para los más pobres. Por ejemplo, tenemos la mayor proporción de inversión pública en PIB en América Latina (15%), mientras la deuda pública total es de apenas el 23% del PIB, gracias a la triplicación de los ingresos fiscales lograda a través de la recaudación de impuestos eficiente y bien aplicada – no aumentos de impuesto. Esta inversión pública masiva ha dado lugar a transformaciones históricas en la educación, salud, cuidado de niños, carreteras, puertos, aeropuertos, telecomunicaciones, generación de energía, sistema de justicia y seguridad.
El resultado es que el Ecuador actualmente lidera en América Latina la reducción de la desigualdad social y económica, y estamos entre los tres primeros en la reducción de la pobreza. Ecuador es una de las tres economías de América Latina más dinámicas, con un crecimiento promedio de 4,2% desde 2007 a 2013 y la menor tasa de desempleo en la región (4,1%). Según el Informe de Desarrollo Humano 2012 de las Naciones Unidas, durante el período de 2007 a 2012 –que coincide con nuestro gobierno- Ecuador es uno de los tres países del mundo con mayor movilidad ascendente en términos de desarrollo.
Estos logros son ya conocidos como el “milagro ecuatoriano”, y la consecuencia más evidente ha sido la estabilidad política. Desde 2006, nuestro partido ha ganado 10 elecciones consecutivas, y tenemos las más altas calificaciones de aprobación en el continente, con alrededor del 80%. La democracia formal se ha logrado, pero, más importante, también la democracia “real” –la que proporciona acceso a los derechos, igualdad de oportunidades y condiciones de vida decentes.
Cuando se trata de derechos humanos, Ecuador está entre los siete de los 34 países del continente que han suscrito absolutamente todas las convenciones interamericanas de derechos humanos. Al igual que con todo verdadero Estado de Derecho, perseguimos los delitos, no personas específicas. Pero poniendo fin a las preferencias y ventajas históricamente dadas a selectos grupos, por primera vez todo el mundo es ahora igual ante la ley y deben responder a los mismos estándares de justicia. Como era de esperar, nos enfrentamos a una feroz oposición por parte de estos mismos grupos.
A muchos políticos estadounidenses no les gusta que los gobiernos de izquierda, que constituyen la mayoría de los gobiernos de América del Sur, logren ese éxito. Estados Unidos es el país más poderoso del planeta, y uno de los más exitosos en la historia de la humanidad, pero no hay un camino “universal” para lograr la libertad y la justicia.
Admiro la extraordinaria capacidad de Estados Unidos para innovar, el espíritu de lucha de sus ciudadanos y de sus prestigiosas universidades y el sistema educativo. Hay mucho espacio para colaborar en las áreas de la ciencia, la tecnología, el comercio y demás en el marco de una relación bilateral que debe basarse en el respeto mutuo y el reconocimiento de nuestros propios intereses.
Pero aquellos que quieren crear un monopolio sobre la definición de los conceptos sublimes como “libertad”, deben también comprender que no puede haber libertad sin justicia.
En América Latina, donde no solo las desigualdades económicas, sino políticas y jurídicas, plagan nuestro continente, la búsqueda de la justicia es el único camino para alcanzar la libertad verdadera.
Estos problemas son de carácter político, y no pueden resolverse sin abordar nuestras prioridades sociales: élites o todos, capital o seres humanos, mercado o sociedad. Hoy en día, los que tratan de transformar las democracias de papel de América Latina en verdaderas democracias son atacados subversivamente por aquellos cuyo estatus y poder está siendo cuestionado. Estas personas afirman que se les niega su libertad de expresión, cuando en realidad lo que buscan es la impunidad de los medios de comunicación para manipular la verdad. Hacen acusaciones de faltas de respeto a sus derechos humanos, porque por primera vez la ley se aplica por igual a todos. Y acusan de dictadura y autoritarismo porque no pueden lograr que el gobierno se someta a sus caprichos e intereses.
Como economista educado en América Latina, Europa y Estados Unidos, tuve la oportunidad de vivir cuatro años en este maravilloso país. Por esta razón, sé que muchos estadounidenses consideran a Abraham Lincoln el mejor presidente de la historia, pero algunos de sus contemporáneos lo llamaban “tirano”, “déspota”, “fanático” y “loco” por su noble lucha por la abolición de la esclavitud.
Hay mucho que aprender del ejemplo de Lincoln, a saber, que la igualdad y la libertad imprescindible debe sobrepasar el triunfo y la conveniencia.
Todos los hombres son creados iguales, son dotados por su Creador con ciertos derechos inalienables, entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Esas palabras fueron escritas cuando Estados Unidos aspiraba a ser una democracia.
En Ecuador y en toda América Latina también sostenemos que estas verdades son evidentes por sí mismas, y hay que hacerlas realidad no solo para ciertas personas o en algún momento en el futuro, sino en este momento y para todos.
Publicado en diario El Telégrafo