Por Adoración Guamán, David Villamar, Pablo Iturralde.
La historia reciente de Ecuador nos relata que los intentos de acometer una reforma de las normas que rigen todo aquello relativo a elecciones y procedimientos electorales han sido numerosos, de hecho, desde la aprobación del Código de la Democracia en 2009 se han presentado 44 proyectos de reforma a la ley electoral, que se ha modificado hasta en ocho ocasiones.
La insistencia en tocar y retocar las reglas del juego de la democracia representativa reside en una tendencia a pensar que la reforma de las leyes electorales puede actuar como una suerte de remedio mágico para acabar con los problemas del sistema político. Sin embargo, la experiencia demuestra que, de entre todas las reformas normativas que se pueden acometer, la modificación de esta normativa es sin duda la más complejas y, sobre todo, la menos “inocente”.
Como norma general, los proyectos de reforma vienen siempre justificados bajo grandilocuentes y complacientes objetivos, como mejorar la “gobernabilidad”, aumentar la “democratización” o conseguir una “mayor representatividad de las minorías”. Sin embargo, una mirada atenta a contenido concreto nos permite afirmar que, tras la pantalla discursiva, se pueden esconder reformas orientadas en realidad a mejorar la posición electoral de uno u otro partido. Esta intención oculta no calcula habitualmente que, en política, dos y dos nunca son cuatro y en materia de arquitectura electoral, mucho menos.
En la sesión 492 de 3 de diciembre, el Pleno de la Asamblea Nacional aprobó el proyecto de reformas a la Ley Orgánica Electoral y de Organizaciones Políticas, llamado Código de la Democracia. Se trata de una reforma gestada desde hace meses que tomó impulso y envergadura en la última fase de la tramitación cuando la Función Electoral (Consejo Nacional Electora y Tribunal Contencioso electoral) presentaron un paquete de medidas que contenían reformas de especial importancia. En concreto, el CNE ha sido el principal impulsor del discurso mediático para promocionar su propia propuesta (con despliegue y derroche de medios).
Los principales argumentos para justificar la amplia reforma finalmente aprobada, repetimos, con sello CNE, han sido los típicos: fortalecer la democracia, garantizar la participación ciudadana en igualdad de condiciones, promover “un sistema democrático justo y equitativo”, entre otros de carácter más técnico. La pregunta ahora, una vez aprobado el proyecto, es si las reformas que van a implementarse tras la aprobación, y en particular las impulsadas de manera rotunda por el CNE, responden realmente a estos objetivos o son, en realidad, una serie de modificaciones instrumentales para empeorar la representatividad de unas fuerzas políticas en detrimento de otras.
Para intentar responder a esta pregunta vamos a fijarnos únicamente en una de las modificaciones realizadas, sin duda la más cuestionable y también la más peligrosa (es extendida la afirmación de que las reformas electorales siempre pueden ser un tiro al pie de quien las hace): el cambio de la fórmula electoral utilizada para convertir los votos en escaños.
Veamos, según el discurso oficial, la propuesta de modificación del método de distribución de escaños (sustituir el sistema D’hont por el sistema Webster) se justificó en el objetivo de incrementar el número de asambleístas de las organizaciones políticas con menor intención de voto (minorías) en desmedro de las organizaciones políticas más votadas (mayorías).
Debe tenerse en cuenta que se trata de dos métodos electorales que se utilizan para convertir los votos en escaños. Ambos se caracterizan por dividir los votos obtenidos por los distintos partidos entre distintos divisores. Esta operación da como resultado una secuencia de cocientes decrecientes para cada partido y los escaños se asignan a los promedios más altos. La diferencia entre los dos sistemas son los divisores, mientras D’Hont utiliza la secuencia 1, 2, 3, 4, 5, 6..; Webster aplica la secuencia 1, 3, 5, 7… El resultado varía, Webster da un resultado más proporcional, con una mayor representatividad de los partidos pequeños, mientras D’Hont prima a los grandes. No obstante, este grado de “representatividad” va a depender también de otros factores con los que se combinen los métodos, como las circunscripciones o las barreras electorales.
En América Latina todos los países aplican el método D’Hont y se hace lo mismo en otro tanto de los centros industrializados, por ejemplo: Bélgica, Finlandia, Luxemburgo, España, Holanda, Islandia o Japón. Mientras, el método de Webster se aplica en Alemania, Nueva Zelanda, Noruega, Suecia, Dinamarca o en los estados alemanes de Hamburgo. En general, donde se alcanza mayor estabilidad social por las elevadas condiciones de vida, se puede ganar representación de partidos minoritarios porque no se encuentran políticamente polarizados. El gráfico que presentamos a continuación evidencia con claridad esta idea
El Código de la Democracia establecía desde su aprobación en 2009 el método D’Hont para la asignación de escaños, en su artículo 164. La reforma recién aprobada ha modificado el mismo, instalando Webster. La pregunta es ¿a quien beneficia esto?
La primera pista para responder a esta pregunta es quien votó a favor, teniendo en cuenta que el impulso de esta reforma en concreto lo realizó el CNE La reforma al Código de la Democracia se logró con 76 votos principalmente de Alianza País, Creo e independientes. Evidentemente, los pequeños movimientos políticos tenían intereses en cambiar las reglas del juego electoral sobre el reparto del número de curules. Pero también algunas de las organizaciones grandes apoyaron la decisión de debilitar la representación del voto progresista mayoritario ¿por qué? El análisis es claro: la Revolución Ciudadana es la más afectada. De hecho, en las elecciones de 2017, de haberse aplicado el segundo método, Alianza País habría obtenido hasta 20 asambleístas menos.
Ante esta situación surge la duda fundamental: ¿está apostando la Función Electoral y los partidos que concuerdan con su propuesta por una mayor representación de las minorías o están pretendiendo impedir que la Revolución Ciudadana pueda obtener una bancada mayoritaria en la próxima Asamblea? En otras palabras ¿hay una voluntad democratizadora o una manipulación de las reglas del juego frente a la única fuerza política que, si consiguiera una mayoría en la Asamblea, aplicaría un programa electoral progresista distinto de la línea del resto de partidos?
Veamos, el período post-constituyente estuvo marcado por una década de estabilidad política caracterizada, entre otras cosas, por acuerdos previsibles en el ejercicio legislativo. La mayoría parlamentaria logró con relativa facilidad la aprobación de leyes necesarias en el marco de reinstitucionalización del Estado. Condiciones que contrastaron con el largo período neoliberal marcado por las componendas políticas y el boicot de la acción parlamentaria. Encerrados en disputas entre bloques y al calor de verdaderos campos de batalla, fue muy difícil mantener un nivel de gobierno del entonces Congreso Nacional.
Sin embargo, gobernabilidad no es igual a conformidad de toda la clase política con las reglas democráticas. La historia evidenció que los períodos de acuerdos estables en base a mayorías populares generaron con fuerza la reacción de los actores tradicionales que intentaron cambiar las reglas de juego a su favor. De hecho, como señalábamos al principio, desde 2009 se han presentado 44 proyectos de reforma a la ley electoral y solamente para aprobar estas últimas reformas al Código Democrático, se recibieron más de 400 propuestas que fueron filtradas hasta aceptarse 10 proyectos diferentes de ley.
Es difícil imaginar este cambio de método sin el antecedente de la traición del bloque de Alianza País que diluyó su propia mayoría en dos bloques a finales del año 2017. Paradójicamente, muchos de sus asambleístas que hoy votaron por el método Webster, no hubieran logrado una curul con ese sistema de asignación de escaños. ¿Qué argumentaron entonces para sustentar su voto? Bajo la supuesta preocupación de la concentración de poder plantearon la relación inversa que existiría entre gobernabilidad y representación de partidos: a mayor concentración de votos, se gana estabilidad, pero se sacrifica pluralidad de asambleístas. Pero a esta tesis le falta profundidad y por eso resulta en un error de comprensión estratégica.
En primer lugar, es necesario considerar que la gobernabilidad es importante porque para que la democracia representativa funcione es necesario que exista capacidad de alcanzar acuerdos. Solamente hay que recordar el Congreso de los años noventa desbordado de escándalos, peleas a golpes y denuncias de corrupción propiciadas en un contexto de fuertes riñas entre grupos de poder. El país no quiere una Asamblea Nacional que no se reúna o que no tenga capacidad de trabajo por diferencias entre una miríada de fuerzas políticas. Por añadidura, es importante recordar que la existencia de muchos partidos no implica, per se, una mayor representación de personas o de ideas. En nuestro país y tal y como está regulado el proceso de registro electoral, muchos movimientos pequeños suelen estar más vinculados a sectores de élite y no a la representación de grupos o con programas de gobierno contra-hegemónicos, por ejemplo los pueblos indígenas.
En definitiva, y contra el discurso difundido con amplio despliegue de medios (y coste) por el CNE, consideramos importante cuestionar esta reforma en nuestro escenario de fuerzas políticas y comportamiento electoral. Aquí, y a diferencia de lo que ocurre en otros países, mayor gobernabilidad puede significar al mismo tiempo mejor representación de las mayorías. Recordemos, donde las sociedades son más desiguales es necesario fortalecer la representación popular para enfrentar el desbalance de poder de facto y político de las élites.
Fuente original en Ruta Krítica